6ºA

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dfr | 20.10.2012

A LA SOMBRA DEL JINETE


PRÓLOGO

Era el primero de septiembre de 1910, cuando la lluvia torrencial azotaba los débiles tejados del barrio La Chimba, quienes intentaban a duras penas mantenerse en pie a pesar del impetuoso viento. Las húmedas calles estaban casi vacías, a excepción de un par de rameras, algún pordiosero, y un rico burgués que parecía no pintar nada con el lúgubre aspecto del sector.
Hombre alto, de aproximadamente un metro ochenta de altura, unos cuarenta y cinco años. Un cabello ya gris, con unos ojos celestes casi transparentes que parecían atravesar con la mirada; una mirada enérgica, fría y hostil que no invitaba a acercarse.
Tenía la nariz torcida, sobre el labio superior le recorría un fino bigote gris. Vestía con un sobretodo azul marino de cachemira, sobre una impecable camisa blanca, donde al cuello usaba un corbatín negro. En sus manos empuñaba un bastón, que más que para apoyarse le daba un toque de elegancia a su tenida.
Esa era la imagen del imponente alcalde de San Fernando, don José Manuel Aspillaga. Para sus subordinados, era un déspota, un hombre despiadado cubierto por un haz de misterio, con secretos inimaginables. Varias leyendas hablaban sobre él, en el pueblo de San Fernando, hablando sobre brujerías o pactos con el diablo, a los qué él hacía caso omiso.
Jamás le dirigía la palabra a nadie, con un leve gesto daba a entender sus órdenes, y cuando se acercaba, la gente temblaba, veía aquella mirada fría que daba a entender que no importaría matar si fuera necesario, con tal de que se cumplieran sus deseos.
Cada vez que galopaba por La Hacienda con porte majestuoso, con su indumentaria impecable y semblante sereno, la gente temblaba al verlo pasar, con su manto negro, y espuelas relucientes. En la ciudad y tertulias, era un hombre de pocas palabras, pero aceptado en la sociedad.
La poca gente que caminaba por la calle aquel atardecer, miraban con cierta extrañeza al hombre de elite que dirigía sus pasos por un lugar nada digno para un hombre de alcurnia. Se dirigió a una casucha en especial, donde los vecinos conocían a qué clase de servicios acudía la gente.
Tocó la puerta, y tras un rato de espera, en el cual Aspillaga sabía que era observado por la gente de La Chimba, salió cierto personaje completamente distinto al pulcro Aspillaga.
Un hombre desgarbado, vestido con harapos, pasado a tabaco, alcohol y sudor, con una barba mal afeitada y ojos brillantes, como si hubiera estado bebiendo.
- Gonzalo.- saludó Aspillaga, con cierta molestia al estrecharle la mano.
- Buenas tardes, señor alcalde. Al parecer, vuelve a los malos pasos.
- No sé de qué hablas. – Gonzalo hizo un gesto desdeñoso, haciéndolo pasar a su casa, una estancia desordenada, apestada a vino y chicha, con botellas de vino esparcidas por toda la casa.
- ¿A quién?- preguntó el hombre a Aspillaga, sin que éste hubiese hablado. El alcalde sonrió, con una sonrisa maquiavélica que le quitó a Gonzalo todo el humor que le había otorgado la borrachera.
- ¿Recuerdas al profesor Aldunate?- inquirió.
- Pues claro, ¿Para cuándo se lo sirvo?
- Para lo antes posible, Gonzalo. Hace tiempo que no asisto al funeral de un buen amigo.

Primera Parte

LOS ASPILLAGA

I
En San Fernando, un rústico letrero de madera, el cual rezaba “Hacienda Aspillaga”, señalaba la dirección de ésta, a un camino de tierra rodeado por álamos. Si se siguiera por el camino, se llegaría al fundo del alcalde, una hacienda que superaba las fronteras de Chile y llegaba hasta Argentina, desde San Fernando hasta Los Ángeles.
Por el fundo, había varios trabajadores; estaban los árboles frutales, y más allá, las chancheras, de donde ya se podía percibir el olor. Los arrieros llevaban vacas y ovejas a pastar a los cerros, y otros tantos hombres se encargaban de la fruta; siempre había gente trabajando bajo el sol, la lluvia e incluso nieve, sea el tiempo que sea.
Ajena a todo parecía estar la casa patronal, una casa de adobe blanco, tejas rojas y pilares de madera al frente de la enorme puerta de aquella casa de dos pisos, que parecía ser interminable.
Dos cántaros de greda a cada lado de la puerta, una entrada de adoquines, con una fuente de agua al medio, y alrededor, árboles.
Por dentro, no era menos que un palacio. Todo relucía, era plata y oro, con la madera más fina, los cuadros más caros, y las joyas más preciadas por cualquier coleccionista.
Varias criadas iban de aquí hacia allá, cumpliendo las órdenes de sus amos.
Doña Catalina Larraín era la esposa del señor Aspillaga. Alta, demasiado delgada, cabello castaño ondulado, de unos treinta y ocho años, pese a representar más de cuarenta por aquellas arrugas que le surcaban el rostro y ese permanente rictus amargo. Sus ojos frívolos despreciaban todo lujo que los rodeaba, sintiéndose desgraciada. ¿Por qué no podía tener el collar de brillantes de Rosita Amunátegui, o el precioso vestido de seda de Sara García de la Huerta? ¿Por qué, si las otras mujeres de la alta sociedad podían poseer todo aquello, ella debía de estar casada con un déspota que ni le compraba una migaja de pan?, pensaba, apartando de un manotazo un antiquísimo jarrón de plata.
Con el pelo recogido y un vestido hasta los tobillos, el cuello envuelto en collares de perlas, y un broche de oro en el moño, Catalina se lamentaba.
En el living, había un cuadro enorme, al que Catalina idolatraba más que a cualquier cosa. Estaba pintado don Eleuterio Larraín, el padre de doña Catalina, un hombre gordo, de nariz como morro de cerdo, bigote negro con las puntas hacia arriba y monóculo en el ojo, vestido con frac. Catalina veneraba la imagen de su padre aún más de aquellos rosarios que rezaba con vehemencia.
Miraba a su padre con fervor, que miraba con sus ojos lánguidos a través del lienzo, que pese a que al juicio de Catalina haya sido perfecto, don Eleuterio era un hombre de pocas luces, y una de las escasas personas por las que sentía amor, era su mimada hija Catalina, que no sentía ningún inconveniente al presentarla como preferida ante el resto de sus seis hermanos.
Entretanto, se oyeron unos pasos que avanzaban sin sigilo alguno por el pasillo, oyéndose las pisadas a lo largo del corredor.
Doña Catalina Larraín, al oírlo, se levantó y abrió la puerta, encontrándose de frente ante su marido, frío como siempre, con esa mirada despiadada, que observaba hoscamente, pero su mujer también lo miró furibunda.
- ¡POR QUÉ NO LLEGASTE ANOCHE!-chilló, y Aspillaga le lanzó una mirada de desprecio.
- Porque estaba en Santiago. – respondió secamente, girando sobre sus talones; pero su mujer lo detuvo de un brazo.
- ¿Qué hacías en Santiago?- Aspillaga, con una sonrisa burlona, se zafó.
- Atendía importantes asuntos políticos que no incumben a una mujer. – explicó Aspillaga con sorna, y cuando Catalina abrió la boca para protestar, Aspillaga contestó con una bofetada.- A las mujeres no les incumben los asuntos masculinos, así que aparta tus narices. – advirtió, dirigiéndose al corredor.
Era un pasillo largo y frío, con innumerables puertas de madera, y el final de éste era indistinguible, ya que el corredor torcía a la izquierda o derecha en varias ocasiones.
Colgadas en las paredes, había riendas, espuelas y sombreros, y a los costados de éste, unas pocas monturas, ya que la gran mayoría estaban en las pesebreras.
El señor Aspillaga hizo un gesto a una criada que pasaba por ahí, la cual llamó a otro sirviente.
- ¡Iduya, ven!- Pablo Iduya, un pequeño huaso que no mediría más de un metro cincuenta de estatura, y desmesuradamente delgado, corrió trastrabillando hasta su patrón, y al ver lo que exigía, se puso de puntillas para alcanzar las espuelas que estaban colgadas, y se agachó para colocárselas a las botas del patrón, quién no le había dirigido la palabra.
Tembloroso, las terminó de abrochar, y se incorporó, tras recibir un seco “vete” de Aspillaga. Sobre la ropa que traía, se puso un manto negro y un sombrero del mismo color. Tomó una fusta que estaba colgada en uno de los ganchos de la pared, y salió para afuera, por el patio trasero, rumbo a las pesebreras; en ellas había varias compuertas, donde cada uno de los doce caballos tenía su espacio, montura, riendas y bebedero.
Más allá, dentro del mismo cobertizo, estaba apilado el heno. Bernardo, el petizero, estaba apoyado en la pared hasta que vio a su patrón. Se incorporó de un salto, y con unas patéticas reverencias se dirigió a ensillarse al caballo color azabache, un fino corralero negro en su totalidad, salvo por una pequeña mancha blanca en su frente.
Una vez ensillado con la montura chilena, Aspillaga montó. Partió caminando, luego trotando, hasta seguir al galope por La Hacienda. No sabemos si notaba que al pasar, los trabajadores lo evadían con temor. Si lo notaba, poco le importaba.
El camino era de tierra, por supuesto; rodeado de eucaliptos. Se podía ver más allá un potrero, en el cual dos bueyes, con el yugo en los cuernos, avanzaban llevando una carreta de trigo, y dos campesinos más los guiaban con la larga picana. La cordillera estaba blanca, el cielo de un color grisáceo. Unas pocas gotas de llovizna caían sobre la tierra, y había varios charcos de agua y barro, por la torrencial lluvia del día anterior.
Tras avanzar un poco más, se empezó a distinguir el olor porcino que emitían las chancheras. Al acercarse, Aspillaga se fijó en una figura extraña que se iba acercando. Aceleró el paso, hasta llegar a los ladrones.
Eran dos hombres, y entre ellos llevaban un pequeño cerdo que aún no había crecido del todo. Aspillaga soltó una carcajada.
- Y ustedes pensaban que yo, José Manuel Aspillaga, no iba a notar que un par de imbéciles me estaban robando, ¿verdad?- al más joven, que no tendría más de catorce años, le temblaba la barbilla, como aguantando el llanto, lo que le provocó más risas aún al patrón, quién sacaba un revólver del cinturón. Pero el mayor de los ladrones, un hombre ya adulto, sacó su arma más rápido y lo apuntó firmemente.
- Usted nos quiere matar por ladrones. ¿No es así? Qué ilógico suena, señor Aspillaga, tan contraproducente. – dijo, pronunciando la palabra “señor” con burla.
Aspillaga miró fijamente al hombre, directo a los ojos, y asintió. Antes de que alguno pudiera reaccionar, los dos ladrones yacían, con una bala incrustada en la cabeza.

algo

maca | 05.10.2011

EN DONDE ESTAN LOS RESUMENES?

algo

maca | 05.10.2011

en donde estan los resumenes

algo!

anto bc | 01.10.2011

angeles mi hermana nos puede hacer un logo para la pag.

Re: algo!

Angeles | 02.10.2011

Ok! bkn

OLA

SOYLA CERDA DEL CAMPO | 29.09.2011

SUERTE CON SU PAGINA CHIQUILLAS AUNQUE NO SEPAN QUIEN SOY SE DONDE VIVEN CUIDADO CIERREN TODAS LAS PUERTAS DE SUS CASAS

Re: OLA

Angeles | 29.09.2011

Te creo.... jajajaja qn eri en serio...

Re: OLA

trini caceres | 30.09.2011

que miedo! no voi a poder dormir porq la soyla me va a ir a comer....

Re: Re: OLA

Angeles | 01.10.2011

Jajajaj

Re: OLA

trini larrain | 11.10.2011

wuajajajja

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Nuevo comentario

HOLA!!!!!!!!!!!!!!!!!

  

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